martes, 24 de marzo de 2009

Carlos Uribe (Medellín)




Eran las cuatro de la mañana cuando me llamaron.
- Carlos, al teléfono.
- Quién es, pregunté entre dormido.
- De Medellín.
Salté de la cama pues sabía que Mae venía en camino. María Eugenia estaba desde las 9 de la noche en la clínica del Rosario y daría a luz en cualquier momento, pero no me habían avisado para que pudiera dormir. Era el 25 de marzo de 1976 y yo estaba desde hacía un mes en Bogotá, trabajando en el Estudio Nacional de Salud como jefe de comunicaciones.

Me fui al aeropuerto en cuanto pude salir de la casa de Pacho Yepes y Luz Elena, donde estaba alojado mientras conseguía un apartamento. Había cupo por fortuna en el avión de Avianca que viajaba todos los días a las 6 AM a Medellín, compré el tiquete y me senté como un autómata en un asiento a pensar, ansioso y feliz, en lo que estaba viviendo.

El avión llegó puntual al Olaya Herrera. Los minutos pasaban despacio y dentro de mí crecían la ansiedad y una sensación de alegría que desconocía hasta entonces. Tomé un taxi hasta la clínica y me encontré con la abuela Lucía en el cuarto.
- María Eugenia está en cirugía y el médico dejó dicho que ya no lo pueden dejar entrar.
Estaba previsto con el médico que podía estar presente en el parto, cosa inusual en ese momento. Pero como llegué un cuarto de hora después de que comenzara el “alumbramiento”, me tuve que quedar por fuera. Sentí que me perdía un momento clave en mi vida: la llegada de Mae, mi primera hija.

Claro que no teníamos ni idea de si sería niño o niña. Para 1976 no había ecografías. El hecho es que queríamos una niña –contra los deseos habituales entre las parejas paisas- y como prueba puedo decir que habíamos seleccionado un nombre de niña y no teníamos uno para niño.

Me fui con la abuela Lucía para la cafetería, pues ambos estábamos en ayunas y nos quedamos charlando. Hasta que, pasadas las 8:30 de la mañana, me llamó la médica Marta Franco, que estaba en la sala de partos, y me dijo:
- Es una niña… y todo salió perfecto.
Me flaquearon los pies. Y sentí que una sonrisa de satisfacción, que salía con fuerza desde mi interior, me cruzó toda la cara. Nos fuimos de inmediato para el cuarto de ME a esperar la bebé para verla y abrazarla por primera vez. Largos minutos. Como un tiempo quieto que me aumentaba la ansiedad y la dicha.

Cuando Marta llegó con Mae cargada, ya bañadita y vestida, me temblaba todo. La recibí y apenas puede medio decir “mi niña…” La miraba con ojos incrédulos, como si aquella personita que le daba un vuelco a mi vida apenas me fuera prestada un instante. Se la entregué después a doña Lucía, pregunté por ME pues estaba reponiéndose aún en cirugía, y sentí que la felicidad era cierta, que tenía nombre y era una bebé rosadita y pulida que pesó poco menos de seis libras y midió 1.51 si no recuerdo mal, y que tenía en su rostro algunas señales del trauma del parto.

Después de que llevaron la mamá al cuarto y yo me repuse de ese tsunami de emoción que me mantenía fuera del mundo cotidiano, como flotando en una nube deliciosa, me fui a llamar a todo mundo, mis padres y a las personas cercanas que estaban atentas a la noticia del nacimiento.
Desde ese momento he crecido con Mae y ella permanece dentro de mí como una bendición.

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